lunes, 30 de marzo de 2009

ESTO PASO!


Cómo voy a olvidarme, fue lo más grande que vi en mi vida. Impresionante. Imagínese usted una cárcel abierta, en plena Patagonia. Ellos cantaban mucho y les gustaba hacer bulla con cucharas para acompañarse. El día de la fuga se armó como una fiesta en los pabe­llones, todos cantando y haciendo ruido mientras los guardiacárceles iban siendo amordazados y empezó a pasar una columna de gente por los pasillos. En menos de quince minutos los pabellones de los que tenían que salir estaban abiertos y nosotros no podíamos creer lo que está­bamos viendo, porque además de las puertas de cada pabellón están las de los pasillos y la entrada, con muchos guardias. Don Luciano se encendía, como si la luz del brasero le hubiera entra­do en el cuerpo y sonreía al recordarlo, hablaba como escapándose.

—Pues así de sencillo fue, y en medio del ruido no quedó ni un solo guardián en su puesto. Caminaban por los pasillos ordenados, eso sí, siempre ordenados; los vimos pasar abriendo cada puerta rumbo a la salida del penal, desarmando uno a uno los con­troles. Y no crea, hombre, el penal era grande. Bien difícil de hacer lo que ellos hicieron. Había que estar muy decidido a jugarse la vida.
—O sea, que salieron todos hasta la puerta.
—Después nos fuimos enterando de que los camiones que tenían que venir a buscarlos no habían llegado a tiempo y que los seis primeros, a los que ellos llamaban dirigentes, se habían ido rumbo al aeropuerto de Trelew en los mismos autos del personal de la cár­cel. Otros, un grupo grande, los diecinueve que no volvieron, se fueron en otros coches que no sé cómo aparecieron allí, dicen que eran taxis que estaban ahí parados.

—¿Sabe por qué no llegaron los camiones?
—Parece que los había interceptado el ejército cuando se acerca­ban. Pero los seis primeros llegaron al aeropuerto, desviaron un avión y consiguieron llegar a Chile. Fue fantástico. Los que les seguían, llega­ron un poco más tarde y se quedaron en la torre de control del aero­puerto, porque el avión siguiente no aterrizó. El ejército los rodeó, ellos entregaron las armas y se los llevaron a la base naval que está entre Rawson y el aeropuerto de Trelew. La base Almirante Zar, donde des­pués los fusilaron.

—¿Pero a ustedes, a los que se quedaron adentro y con las puertas abiertas?
Bueno, todo el mundo empezó a retroceder, a volver a los pabe­llones, los presos mismos fuimos cerrando las puertas que habían abierto. Teníamos un miedo muy grande, todos los presos sabíamos que el ejército podía entrar tirando. En otras oportunidades y por mucho menos habían ocupado la cárcel, y había sido duro.
Luciano bajó otra vez la cabeza y empezó a mirar las cenizas que se habían formado, ya no sonreía, movía de vez en cuando con el palito las brasas, que iban poco a poco agrisándose.

—Empezaron a poner todas las almohadas en las ventanas, saca­ron los colchones de las celdas, los amontonaron y se metieron debajo con las radios a todo volumen. Las radios estaban informando de lo que pasaba en el aeropuerto. Volvimos a los pabello­nes, como si fuera un día normal después del trabajo. El penal sin guardianes era raro. Tampoco nadie se animaba a abrir la puerta de las celdas donde los habían encerrado. Y allí nos quedamos esperan­do que el ejército llegara.
—Cómo, ¿no llegaron enseguida?
—Pues no, tardaron varias horas, que se hicieron muy largas hasta que empezamos a escuchar el ruido de los motores aproximándose. Me acuerdo que, antes de que llegaran, dijeron por radio que el avión habían consegui­do escapar sobrevolaba ya el aeropuerto de Chile. Y todos se pusie­ron a dar vivas y a alegrarse. Después de eso oímos las botas y los golpes en las puertas tomando posición, los sol­dados entraban gritando asustados y tirando ráfagas contra las paredes y las puertas. «Arriba, arriba, hijos de puta, de uno en uno y con las manos en alto», gritaban.

Don Luciano se había ido poniendo cada vez más sombrío. Sirvió un poquito de aguardiente.
—Después nos desnudaron a todos, mientras iban saliendo con las manos en alto, a los presos politicos ademas les quitaron las mantas y los colchones y los encerra­ron a cada uno en su celda. No hubo más patio ni salieron más de las celdas al pabellón.
—¿Cómo hicieron para saber lo que había pasado con los otros, los de la base naval?
—Pasaron así siete días, hasta que una mañana alguien empezó a gritar como un loco hacia el patio: «¡Los han fusilado, los han fusilado!»
Y así nomás fue, fusilaron a dieciséis y tres quedaron heridos graves, pero sobrevivieron. Fue un golpe muy grande, nadie podía creérselo. La cárcel se fue volviendo peor que un cuartel militar, cada vez que gritaban había palos.
—¿Y qué gritaban, para qué?
—Hablaban entre ellos y después de los fusilamientos gritaban los nombres de sus amigos y los vivaban. A las mujeres las trasladaron a la cárcel de Devoto. Las vimos pasar, cada una esposada a un guardia; era de noche y se pusieron a cantar la misma canción de siempre, esa que dice Bela chao, para avisar que se las llevaban. Los guardias, a golpes, las hacían callar.